Cuidados intensivos

por Juan Manuel Sánchez-Villoldo

En cuanto puso un pie fuera del taxi los vio. Estaban allí los cuatro, reunidos alrededor de una especie de pebetero lleno de arena dispuesto para que los fumadores no echaran las colillas al suelo. María Luisa fue la primera en verla llegar. Ella no fumaba, La puerta del Hospital no era la principal, sino una entrada lateral por la que se accedía a la zona de cuidados intensivos. Estaba cubierta por un pequeño tejadillo que la protegía del mal tiempo, pero al mismo tiempo evitaba que el sol calentara a los que salían a fumar.
―¡Hola, Carmen! ―Dejo dos besos helados en sus mejillas–. Llegas justo a tiempo.
―¿Estáis seguros de esto? ―preguntó mientras saludaba a todos―. Mi marido no ha puesto pegas, pero está preocupado.
―Puedes estar tranquila. Lo hemos consultado con el psiquiatra y nos dice que adelante, pero tiene que ser hoy: no creen que llegue a mañana. –Manuel enterró en la arena un cigarrillo consumido sólo por la mitad y se puso de nuevo el guante–. Ha preguntado por ella muchas veces.
―Pues vamos: Si habéis llegado hasta aquí mejor lo hacemos ya –dijo con cansancio–. Llevo dos días sin dormir, desde que recibí la llamada de Marilu.
Entraron en silencio. Era el turno de visita de tarde, y no dispondría de mucho tiempo para estar con Claudio. Carmen no podía imaginar qué tendría en la cabeza su cuñado tras haber pasado diez años en coma. Tres días antes había despertado. Estaba ciego y el deterioro físico no hacía guardar esperanzas respecto a su recuperación. Para los doctores era un ejemplo de libro de «canto del cisne», sin embargo, Claudio estaba lúcido. Recordaba el accidente con lagunas, y cuando preguntó por Ana, su esposa, nadie se atrevió a decirle que había muerto. Carlos y Manuel tuvieron la idea de avisar a Carmen. Era la hermana gemela de Ana y, dado que Claudio no podría verla, humanitario darle la oportunidad de disculparse. Él había causado el accidente y quería escuchar de su voz el perdón que buscaba.
Entraron en la sala de espera. Nadie hablaba. Un sanitario apareció y pidió a Carmen que lo acompañara. La pasó a una sala donde le entrego una bata desechable y el resto de los elementos de aislamiento inverso. Después la llevó a través de un pasillo largo y estrecho hasta un box en el que vio a Claudio.
Estaba tendido boca arriba, con una venda sobre sus ojos para evitar que se le secaran al no controlar bien los párpados. No era una imagen tan impresionante como ella había temido, pero era evidente que estaba muy deteriorado. Respiraba con mucho trabajo y tenía múltiples vías conectadas en ambos antebrazos.
No había sillas, de hecho, no podía acercarse más que al límite de la puerta del box.
―Hola, Claudio… Cariño –dijo a modo de saludo–. ¿Sabes quién soy? Han tardado un par de días en dejarme verte… ya sabes, los médicos…
―¿Ana? –él la interrumpió–. ¡Eres tú! ¡No olvidaría tu voz ni en un millón de años!
―Sólo me dejan verte unos minutos, ya tendremos más días para hablar de todo –Ella se sintió despreciable por engañar a un hombre en su lecho de muerte–. ¿Cómo te encuentras? Ahora debes descansar y terminar de recuperarte. Sé que estás preocupado por el accidente. Ya hablaremos de eso. Tenemos que olvidarlo, ¿vale?
―Sólo una pregunta ―dijo él con voz ronca–. Como habíamos discutido te regalé aquella colonia que te gustaba, ya sabes «Flor de Pasión» la que tanto anunciaban en la tele… ¿Era tan buena como decían?
―La seguí usando durante años, Claudio… ¡Me recordaba a ti! ―Carmen rogó porque se terminara el tiempo antes de cometer un error.
―Me alegro, cariño… Te echo mucho de menos, pero estoy muy cansado. ¿Vendrás mañana?
―¡Claro! –dijo ella aliviada–. Hasta mañana…cariño. Descansa.
Claudio comprendió la verdad. El día del accidente no regaló nada a su esposa porque habían acordado divorciarse. No tenía esposa ni vería otro amanecer.
¡Pero sí tenía unos magníficos amigos!