Mi familia y otros animales

Osvaldo del Valle

Sonaban los Cranberries. Ada siempre los ponía a todo volumen al levantarse. Antes molestaba, ya no. No  interrumpía ninguna conversación. Ya nunca las había. Entonces Laika empezaba a moverse por la cocina agitando la cola, haciendo cariños a unos y a otros, mendigando un trozo de comida o por lo menos un segundo de atención. Uno tras otro se lo íbamos dedicando, quizás por pura necesidad de expresar afecto por alguien. Entonces fue Ada quien la reclamó con un trozo de salchicha en la mano, Laika se acercó. Dio uno, dos saltitos alrededor y en el tercero cayó a plomo en el suelo aullando y retorciéndose de dolor en medio de un charco de sangre. Ada estaba inmóvil. Inexpresiva. Como a un muñeco que se le ha acabado la pila en medio del movimiento. El cuchillo de cocina ensangrentado en la mano. Papá se llevó la mano a los oídos ante los aullidos, tomó el cuchillo de la mano de Ada  y con una habilidad instintiva que dio mucho miedo seccionó el cuello de Laica de una única y certera pasada… Se hizo un silencio tenso. Nos miramos unos a otros sin entender. Luego la inercia de la mañana nos llevó por delante. Papá se encogió de hombros. No creo que estuviese orgulloso de su gesto compasivo ni asustado por su pericia. Mamá tomó con diligencia el cuchillo y lo limpió procediendo a fregar el suelo y guardar los restos de Laika en un saco. Ada conectó los auriculares y se hizo el silencio. Solo acerté a oír decir a Mamá.”Ocúpate tú” entregándome el saco al salir.

Lo dejé entre los residuos orgánicos, más bien por descarte porque lo que un rato antes era Laika ahora no era plástico, ni papel, ni vidrio ni siquiera material vegetal compostable.

Estuve un poco distraída en clase al principio, aunque ese era un lujo que solo me pude permitir por una hora. El examen de física me devolvió a la realidad. De vuelta a casa nadie mencionó el tema. Había pastel de carne para cenar y, como era habitual en esos casos tuvimos la discusión entre mi hermana , eterna aspirante a vegetariana, y mi madre, resolutiva e intransigente en ese tema. Mi padre hacía bromas a unas y a otras y yo… Yo les miraba como siempre, pero  de otra manera.

Por la mañana ausentes del afecto de  Laika hablamos unos con otros más de lo habitual. De repente, como la noche anterior, notaba algo especial en el ambiente. Compartíamos un secreto. Un silencio que enmarcaba de misterio lo que solo había sido un impulso sanguinario. Lo cierto era que Ada pasó de ser a mis ojos de una niñata caprichosa a una asesina peligrosa Papá ese contable aséptico carente de emociones  era de repente un matarife  de destreza poco común, mi madre una cómplice poco escrupulosa y yo… Yo era yo, pero más importante. Teníamos una chispa, un algo original que daba tonos coloreados a nuestras grises rutinas. Creo que los vecinos  también nos miraban diferente. Éramos los raros del  barrio, el centro de todos los cuchicheos y rumores y eso confieso que  me encantaba. Ya no se metían conmigo en el patio, solo se apartaban y cuchicheaban entre ellos. Estaba sola, es verdad, pero no más que antes del incidente. La nueva normalidad me daba caché hasta con los profesores, que nunca llegaban a llamar a mis padres por malos que fuesen mis resultados, que a su vez nunca lo eran ya que a nadie, y a los profesores menos que a nadie, le agradan los conflictos con gente peligrosa.

Durante un tiempo fuimos felices, bien puedo decirlo. Hasta que el cadáver degollado de la Señora Bartold, esa maldita metomentodo, nos aguó la fiesta. ¡Maldita sea! Siempre hay alguien que pincha el globo. En todas las fiestas.