La Viuda Cuervo

por J. Paulorena

El miedo es un instinto primario que hizo evolucionar tu cerebro de mono. Es la alarma que indica peligro para tu vida. Porque tu vida es el centro del universo aunque tu existencia es tan efímera como una mota de arena en el desierto. Eres consciente de ser, tienes nombre, y tu mayor miedo es perderlo, dejar de ser.

El cerebro de reptil está dominado por el hambre. Te empuja a saciar el ansia que te consume las entrañas. Atacas a los que invaden tu territorio, atacas para invadir otros territorios. Los nombres no importan porque en la vida sólo tiene sentido el ahora, el hambre, la sangre.

Noche sin luna en calles vacías. Peligro, amenaza. Hora de cazar.

Llevaba tiempo fijándose en la mujer y sus críos. Solos, vulnerables a cualquier desaprensivo. Su cerebro de reptil quería saciarse. Había encontrado una presa en su territorio y la sangre clamaba sangre.

La sombra sacó un revólver y comprobó su carga. Le gustaba exhibirlo ante sus presas, sentir el cañón golpeando la cara y rajando mejillas, su rugido en la nuca abriendo en flor de sangre el cráneo.

No hay piedad en el reptil porque es un depredador, porque tiene hambre, porque quiere sangre. Y la quiere ahora.

La sombra cruzó la calle, la cerradura sólo le detuvo unos segundos.

Dentro olía a limpio, pero eso pronto cambiaría. Se relamía por la anticipación, le estimulaba la sensación de poder que le otorgaba invadir una vivienda ajena.

A la izquierda, la cocina. Mordió una manzana, la dejó caer al suelo. Abrió la alacena para curiosear y escuchó un ruido leve y continuo. Se giró con la pistola en alto y vio que la manzana salía rodando de la cocina, su mordisco girando.

—¿Qué demonios…?

La siguió hasta el recibidor. Su cerebro de mono le lanzaba señales, pero el reptil tiene hambre y es estúpido.

James detuvo la manzana con el pie y se agachó para cogerla pero la fruta volvió a rodar para seguir su camino. Levantó la mirada y el arma. Sabía que aquello no era normal y se asustó, pero el reptil trepaba a lo alto lleno de furia.

—Como estéis jugando conmigo os voy a destrozar —murmuró.

En aquella casa sólo vivía una mujer y sus dos hijos, nada que no pudiera manejar. Avanzó decidido al salón, y la oscuridad le engulló.

Levantó la pistola sonriendo. Ella era hermosa, disfrutaría violándola.

Estaba sentada en una butaca, su rostro cubierto de sombras y sus ojos de gato espejos en la noche. A su lado, un libro abierto.

—Has entrado en mi casa sin invitación.

—Sí, cariño. Y muchas cosas más que voy a hacer sin invitación.

—Tengo tu nombre.

El hombre dejó de sonreír. ¿Qué cojones estaba diciendo aquella estúpida? Debía estar loca, le cerraría la boca con la culata de su arma.

Avanzó con el rostro lleno de ira.

—James O´Conell.

Quedó paralizado ante ella, incapaz de levantar la mano para hacerle daño.

—¿Qué está pasando?

Había dominado al reptil, ni rastro del hambre. Sólo quedaba el mono y sus gritos de pánico.

—Quedas juzgado por tus pecados.

La madera del suelo crujió, el yeso de la pared se astilló y de las grietas surgieron manos y brazos, cabezas y cuerpos espectrales que llegaban del abismo de la culpa. Rostros demacrados, heridas sangrantes, ecos de nombres del pasado.

Éramos amigos y me disparaste por un botín de cinco dólares.

El fantasma levantó una pistola y abrió fuego derribando a James. El mismo dolor, la misma sensación de vacío.

Y abrió los ojos.

Me agarraste del cuello —una mujer espectral dejó marcas en su garganta y lo levantó sin esfuerzo—. Me diste un puñetazo —James se encogió en el aire por un impacto que le destrozó el hígado—. Luego me diste quince patadas —cayó al suelo gritando con cada golpe, cada fractura retornada—. Me violaste —sus piernas se abrieron y su boca quedó sellada por dedos intangibles—. Y me cortaste el cuello.

La piel se abrió, se ahogaba en su propia sangre y sintió que moría.

Abrió los ojos.

Me apuñalaste para robarme —le dijo el fantasma que tenía delante.

Un pinchazo le perforó el estómago. Vio la mirada del espectro, había adoptado los ojos de su asesino y disfrutaba al retorcer el filo, devolviendo el sufrimiento causado.

Cayó al suelo, sus manos en la barriga. Pedía clemencia a un coro espectral que le observaba, aguardaban su despertar para devolver daño por daño y romper la ligadura de sufrimiento que les encadenaba.

Los siete espectros le fueron matando de uno en uno y la mujer sentada escribía sus nombres con la mirada puesta en el más allá.

James abrió los ojos, tenía la pistola en la mano. Frente a él, la dama espectral cerró el Necronomicon de golpe, un eco que levantó las cenizas de su alma. Los fantasmas salieron de las sombras y él aulló presa del pánico.

Los gritos despertaron a medio barrio, rostros en las ventanas vigilando las calles, alertados por aquella angustia. La puerta de la Viuda Cuervo se abrió y James salió dando bandazos.

Los vecinos le reconocieron, aquel tipo era de la peor calaña y nadie estaba a salvo de él. Tenía el rostro pálido como la cera, la mirada desencajada, y daba manotazos al aire.

Ninguna puerta se abrió para socorrerle.

Cayó de rodillas y se tapó los oídos, pero aquello estaba dentro de él. Lanzó un grito desesperado, se llevó la pistola a la boca y apretó el gatillo.

La gente se encogió por el estampido del arma, no por la muerte de aquel a quien temían. Nadie vio su fantasma encadenado a siete espectros, ni cómo descuartizaron su alma.

Aquella a la que se conocía como la Viuda Cuervo estaba en el dintel de la puerta. Altiva, inmóvil como una reina de hielo. No hizo ningún ademán pero sabían que, de alguna manera, ella había causado su muerte.

Nadie más volvió a acercarse a su casa.