Hipotálamos

Gontzal Mnez. de Estibariz

Oriundo de un pequeño pueblo costero y de familia de tradición marinera, no fue ninguna sorpresa que Goran acabase estudiando en la escuela de Náutica y Transporte Marítimo de la cuidad de Dubrovnik. De carácter introvertido y taciturno, siempre le había gustado pasar horas mirando al mar. Un mar que le ofrecía un mundo sin más limites que los de su propia imaginación, mientras daba la espalda al mundo de los hombres, lleno de directrices,  amenazas e inquietudes.

Se encontraba en los últimos meses de sus prácticas en un mercante de bandera panameña mientras navegaban no lejos de las costas de Sumatra. Como cada tarde con la puesta de sol, le gustaba parapetarse tras el motor del ancla en la proa y pasar largo tiempo contemplado el reflejo del sol de poniente sobre el ondular incesante de las olas.

La repetición constante de la secuencia de eventos, una ola seguía a la otra y esta a la anterior, lo transportaba al mismo estado hipnótico que alcanzaba en su juventud contemplando las olas del mar desde la atalaya del puerto de su pueblo. Sus ojos se relajaban y la presión de sus sienes remitía, mientras una serena sonrisa afloraba en su rostro. Allí conseguía sentirse en paz consigo y con el mundo.

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Todos pensarían que lo hacía por dinero. Los habría quizá que creyeran que lo hacía porque le gustaba el riesgo de vivir al otro lado de la ley. Lo cierto es que había descubierto que no podía vivir sin aquello. Era lo único que le satisfacía y había acabado dando sentido a una vida miserable, trabajando a destajo desde niño en una plantación de caucho en aquel recóndito agujero de la amazonia brasileña.

Sobre una colina rocosa, Stenyo contemplaba absorto el crepitar de las inmensas llamaradas que se iban extendiendo por la basta superficie del bosque. El sol caía y el resplandor de aquel fuego majestuoso tomaba lentamente su relevo. Sobrecogido por la emoción, embriagado aun por el dulce aroma del benceno alojado en su pituitaria, permanecería horas sintiendo las caricias del calor en su rostro y el narcótico ondular de las llamas reflejadas en sus pupilas. Así había encontrado su sitio. Allí él era Dios, una vez más. 

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Con un vaso de whisky en una mano y el sempiterno pitillo en la otra, María parecía como hipnotizada con su mirada fija en un incierto objetivo. Se la veía muy lejos de allí. Quizá en la cocina de la casa de sus padres cuando, tanto ellos como sus dos hermanos mayores, se reían de ella porque quería matricularse en la universidad de derecho.

—A lo que vais allí vosotras es a lucir palmito y a pillar un buen partido en lugar de a estudiar —decía sarcástico el hermano mayor.  

—¿Y por qué no estudias magisterio o enfermería que es algo más adecuado para una chica cariño? —le aconsejaba su madre.

El repetitivo run run la conducía a una especie de trance. Su mirada se perdía en el fondo figurado de aquella espiral. Un giro y otro sucediéndose sin fin. Un minuto tras otro. Cada giro la sumía más y más en un estado de sosegado letargo.  

Piii, piii, piii!!! El agudo e intermitente pitido la sacó de forma grosera de su ensimismamiento. El programa largo que había seleccionado había concluido y el tambor había cesado de girar. La lavadora le avisaba de ello. El momentáneo estado de serenidad se transformó rápidamente en turbación y angustia. Los niños y su marido estaban a punto de llegar y ni siquiera había empezado a preparar la comida. “¡Vaya un ama de casa estaba hecha!”. Aquel hondo vacío que la solía acompañar se aferró de nuevo a su pecho. Un inmenso vacío, como el de una poza sin fondo imposible de llenar.   

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