J. Paulorena
El grito de terror despertó a Elisabeth. Llegó a la carrera a la biblioteca y encontró a Herbert con los ojos en blanco y el Necronomicón en sus manos.
—¡No! ¡Es demasiado pronto!
Los fantasmas la miraron por última vez y, mientras se desvanecían, volvieron sus tristes miradas hacia su hijo pequeño.
Se sintió hueca. Había sido abandonada por aquello que le había acompañado toda la vida; dejó de escuchar la voz de los muertos.
Cayó de rodillas debilitada.
—¡Mamá! —Cormac se arrodilló junto a ella—. ¿Qué está pasando? ¿Qué le ocurre a Herbert?
—Ayúdame a ponerme en pie.
Había dejado de ser la Portavoz de la Ley de los nombres de los muertos, su poder había menguado y los hechizos de protección se tambaleaban.
—Sujeta a tu hermano.
Le quitó el grimorio a su hijo, que cayó desvanecido en los brazos de Cormac.
—¿Qué está pasando, mamá? —el niño lloraba.
—Ha llegado la hora, Cormac.
—¿La hora de qué, mamá?
—Tu hermano ahora sabe.
—¿Qué es lo que sabe, mamá? ¿Qué está pasando?
Lisbeth notaba la intromisión, los hechizos de búsqueda que rastreaban al Necronomicón. Debía alejar el grimorio de sus hijos.
—Es la hora. Te quiero, hijo mío.
Cormac lloraba con su hermano inconsciente en brazos. Sabía que jamás volverían a ver a su madre.
Gracias por comentar.
El ser de las mil caras busca su premio
Visi visi perrito digo librito………..
El (premio) gordo de Petete……
Las piezas encajan
Veremos