Una mala noche

Ulmaria

Hacía horas que el sol había abandonado las calles del tranquilo pueblo. El pueblo donde nunca pasaba nada. El pueblo donde todos se conocían. Los vecinos yacían en los brazos de Morfeo cuando un estruendo rompió el rutinario silencio despertando a Leire de un sobresalto. El inquietante sonido se repitió dos veces más dando paso a un desgarrador alarido con voz de mujer. Desconcertada, encendió la luz y comprobó la normalidad de su pequeño apartamento. Buscó su móvil instintivamente y tras un instante de duda, llamó a emergencias. 

Permaneció agazapada en la habitación, armada con una simple percha y con pocas ganas de descubrir si lo que su somnolienta mente había escuchado eran realmente disparos o solo un macabro espejismo creado por su retorcida psique. De pronto, el agónico llanto de la mujer le resultó familiar, su respiración se entrecortó y tragó saliva, parecía Nora, su amiga.

El rugido de las sirenas acercándose la tranquilizó por fin y poniéndose por encima su bata rosa, se dirigió hacia la puerta. La abrió lentamente y se aterrorizó al descubrir un rastro de sangre que se extendía desde la puerta del ascensor hasta el apartamento de enfrente. Allí vivía Miguel, un afable y tímido chico con el que Leire había hecho buenas migas. El delgado muchacho era la viva imagen de un ser atormentado pero su nobleza encendía cierta ternura en Leire. 

— ¡Miguel! ¿Estás bien, Miguel? —gritó aporreando la puerta de su vecino. Nada.

Los gritos de Leire se acompasaron en una agónica cacofonía con los llantos de la mujer que reverberaban sin descanso por el hueco de las escaleras. Contra todo instinto de supervivencia se dirigió escaleras abajo, al encuentro de Nora. La encontró en el descansillo abrazando el cuerpo inerte de su marido. La sangre teñía su pijama, rostro y manos mientras mecía desconsoladamente el cadáver del corpulento hombre.

— ¿Qué… qué ha pasado…? —intentó preguntar Leire mientras reprimía una náusea. Su visión se tornó borrosa, amenazándola con el desmayo inminente, cuando los sanitarios y policías irrumpieron por las escaleras. Leire, se apartó de un tembloroso salto, recuperando como pudo la compostura, al tiempo que las autoridades ocupaban el pequeño habitáculo.

Dos policías acompañaron a Nora al interior de su apartamento mientras los otros dos subían con Leire al piso superior. Una vez arriba, uno de los agentes, cogiendo un poco de impulso, derribó la puerta ensangrentada de su vecino.

Leire, les siguió a una distancia que consideró prudente. El sencillo piso estaba impoluto, en perfecto estado de revista, hasta que llegaron al baño. La puerta estaba cerrada y el sonido de un grifo abierto provenía desde el interior. No auguraba nada bueno.

El policía repitió el gesto que les había permitido entrar en el piso y Leire sintió como la lividez se abría camino en su rostro mientras una pequeña ola de color rojo empapaba sus pies descalzos.

El cuerpo de Miguel flotaba dentro de la bañera; hacía tiempo que había rebosado. Su tez estaba blanca, casi translúcida y tres profundas heridas se abrían en paralelo a las venas de sus muñecas. Leire permaneció inmóvil con la mirada perdida en la tenebrosa escena que se abría frente a ella. Ni siquiera vio la pistola que había sobre el lavabo, hasta que le preguntaron por ella.

— ¿Sabes si es su arma? —los dos agentes la miraron esperando una respuesta.

—No…no sé, nunca me habló de ningún arma —los sollozos que provenían de abajo le recordaron la razón por la que había llamado a emergencias. — ¿Qué ha pasado? Os he llamado yo… —los pensamientos se alborotaron en su cabeza.

—…parece que la mujer de abajo ha identificado a Miguel como el tirador. Por ahora no podemos decir más. Márchese a su apartamento, señora, un compañero irá a tomarle declaración.

Tras lo que le pareció una eterna espera, un agente la entrevistó al fin y pudo meterse en la cama. Eran más de las cinco de la mañana. La preocupación por lo sucedido, mezclado con las horripilantes imágenes y, sobre todo, pensar en cómo estaría la pobre Nora, su querida amiga, no permitió a Leire ni un minuto de tregua en lo que quedaba de noche. Sin duda necesitaría de su apoyo para salir adelante. Pobre mujer, su matrimonio no era perfecto, sus discusiones eran frecuentes, pero Leire estaba convencida de que quería a aquel hombre. Y además estaba Miguel, ¿Cómo pudo haber perpetrado aquella matanza? No le veía capaz. Últimamente parecía estar más animado, incluso había hablado a Leire de una chica que le gustaba… Una duda la consternó: ¿Podría esa chica ser Nora y por eso había matado a su incauto marido? «Pobre Miguel, estaba peor de lo que pensaba» elucubró mientras daba vueltas en la cama.

Horas más tarde alguien llamo a su puerta. Saltó de la cama apresurándose a abrir, era Nora. En un impulso por consolarla la abrazó con dulzura.

— ¿Cómo estás? Siento mucho lo que ha pasado… yo no sabía que Miguel sería capaz de algo así. Cualquier cosa que necesites…

—Tranquila, estoy bien —los ojos enrojecidos y la voz ronca eran testigo de la mala noche que aquella mujer había pasado. Leire sintió lástima por ella y volvió a recogerla entre sus brazos con ternura. — ¡Saca una botella! Necesito olvidar todo esto —dijo casi sin voz.

Una botella de whisky más tarde el ambiente se había relajado cuando entre chascarrillos y recuerdos una desconcertante frase heló la sangre de Leire.

—…y va el gilipollas y se suicida. ¡Ja! Me ha venido perfecto la verdad,… ¡Los astros! —dijo mirando al techo como si realmente las estrellas hubiesen jugado a su favor. —Y por cierto, sus últimos pensamientos fueron para ti, siento decírtelo así, encontré una carta de amor —acercó un folio mal doblado a Leire. —Supongo que ya no importa pero,…no quería ocultártelo. ¡Bastante mal he hecho ya por hoy! —dijo Nora esbozando una sádica sonrisa de satisfacción mientras levantaba su copa en un gesto triunfal.