Tú Tarzán, yo Jane

De una patada la computadora salió volando por el aire, se estrelló contra el suelo y sus cables y circuitos se enredaron en un lamento de fuego y extinción.

Luego, Ahnia saltó sobre ella y brincó y volvió a saltar sin descanso, mientras las chispas y las alarmas situadas en su departamento la envolvían.

Por fin, jadeando, algo más calmada, pasó sus manos por los revueltos cabellos. Su larga cabellera la cubrió hasta la cintura y se estiró con deleite.

“Soy una salvaje”, murmuró para sí misma, “soy una salvaje”.

Como si quisiera convencerse de sus palabras, se enfrentó al espejo de su recámara y lo que vio confirmó esa sensación:

Una mujer voluptuosa, como las damas que salían en las antiguas revistas de

“comics”. Nada que ver con las andróginas jóvenes casi rapadas que acompañaban actualmente a los cibernéticos de la Ciudad.

“Soy una salvaje”, volvió a murmurar, y entonces, se estremeció. Sabía que las

alarmas habrían prevenido a las Centrales de Mantenimiento Ciudadano del Gobierno.

Sabía que llegarían, lo más pronto posible, a ver qué había ocurrido y a reparar el daño hecho a su computadora. Sabía que sería encarcelada si descubrían que la había destrozado voluntariamente, pero había previsto todo esto: era domingo por la noche, no creía que el Servicio llegara hasta el lunes de madrugada, considerando que vivía en el extremo de la Ciudad próximo a las llanuras, casi en el Límite.

de Blanca Mart