Orgullo imperial

por Borja Alonso

Takeshi intentó prender el último cigarrillo con el último fósforo, pero el viento lo apagó antes de ahuecar las manos. Se ahorró un juramento, pues pisaba suelo sagrado, o al menos lo era para él. Al frente, se alineaban media docena de tumbas. Una tenía un rifle de cerrojo arisaka clavado a modo de lápida. Él jamás quemaba los cuerpos, pues el humo podría delatar su posición. Tras murmurar una oración, enterró el rifle con su dueño y se marchó del cementerio sabedor de que jamás descansaría junto a sus compañeros caídos. También se prometió que aquella isla seguiría siendo japonesa mientras la pisara un soldado del imperio.

Nada más llegar al campamento comprobó los cepos, las jaulas del río y buscó huellas. Ni rastro de los yankees. Tras comer algo marchó a montar guardia. La costumbre se había convertido en paranoia tras el día que encontró a un compañero que había sido estrangulado mientras dormía. Hacía tiempo que el único rincón a salvo de los americanos era agujero apuntalado con cañas de bambú: su madriguera. Allí acudía cada noche. De pronto, Takeshi se vio perdido. ¿Dónde estaba? Últimamente se notaba olvidadizo. Tras ubicarse montó guardia sin soltar el arma hasta que el cansancio volvió pesados sus párpados. Antes de anochecer volvió a su madriguera, desenterró la portezuela de caña y se tumbó en un lecho de hierba seca. Abrazado a su rifle se quedó dormido y como todas las noches soñó con las bombas partiendo en dos su fragata. ¿Cuánto hacía del naufragio? ¿Tres meses? Pero aún escuchaba en sueños las explosiones y el chirrido atroz del metal resquebrajándose.

A la mañana siguiente se le cayó el mundo encima. Los americanos habían estado allí. Podía notarlo en las ramas quebradas y en sus torpes intentos por borrar sus rastros. Eran tres y el más bajito cojeaba del pie izquierdo. Jamás habían estado tan cerca de atraparlo. Debía cavar otro hoyo de inmediato, internarse más en la jungla, huir… Takeshi se rascó la cabeza. Pero, ¿en qué estaba pensando? ¿Y cuándo había perdido su gorra? Miró a su alrededor y de pronto lo vio muy claro: ya bastaba de seguir escondido como un animal. Agarró su fiel arisaka, desenterró la última caja de cartuchos y marchó a la playa con un propósito en mente.

No fué difícil dar con la patrulla. Los americanos eran torpes, ruidosos y maliciosos —Takeshi se sentía especialmente insultado una la ocasión en la que éstos bombardearon la isla con panfletos abarrotados de mentiras—. Desde una posición cómoda, tumbado sobre una roca y con la cara pintada de barro, estudió la patrulla. Eran tres, pero el campamento daba vergüenza ajena. Ni siquiera habían colocado minas saltarinas o alambre de espino. De hecho, Takeshi tuvo que parpadear varias veces para cerciorarse de que los yankees habían dejado sus rifles al linde de la jungl,a cubiertos con una fina lona beige. Uno de ellos hasta se daba el lujo de echar una cabezada mientras los otros dos jugaban a las cartas.

Takeshi sintió su orgullo herido al ser consciente del tiempo que había perdido huyendo de esos gaijin que ni se molestaban en montar un campamento en condiciones. Así pues, apoyó el rifle en una hendidura y apuntó a la cabeza. Ajustó la mirilla, acarició el gatillo y disparó.

El rifle emitió un chasquido.

¡Chikushô! —maldijo. El arisaka no tenía fama de ser muy fiable, pero justo tenía que fallar en ese momento. Takeshi ya pensaba en retirarse cuando se acordó de los rifles de los americanos. No tendría otra oportunidad mejor, así que empezó a reptar hacia las armas.

Cinco minutos después, estaba tumbado de espaldas contra la arena, encañonado.

—¡No lo soltéis! —El adormilado le apuntaba con el rifle. Los otros dos le prendían.

—Como se revuelve, parece mentira…

—¡Matadme ahora! ¡No os diré nada! ¡Larga vida al emperador!

—¿¡Se quiere estar quieto, señor!? ¿Hay más en la isla? ¿Cuántos sois?

—¡Los matasteis a todos, perros yankees!  ¡Echasteis veneno en el agua y nos ahogásteis mientras dormíamos! ¡No tenéis honor, ni lo habéis conocido! ¡Solo me rendiré ante un oficial superior del ejército Imperial!

El oficial yankee sacó de la riñonera un bulto de tela raído.

—Usted es el sargento Takeshi, ¿verdad? ¿Reconoce esto?

—¡Mi gorra! ¡Será lo único que conseguirás de mi, perro americano!

—Nadie le ha robado nada, sargento. Mírela bien. ¿Qué ve?

Takeshi inclinó la cabeza y notó en la prenda algo raro, pero aún no entendió qué era.

—La encontramos tirada junto a los lazos. Eso nos puso bajo su pista. De esto hará una semana. ¿Aún no lo ve? Su gorra está vieja. Lo mismo que su arisaka.

—Y menos mal —murmuró el que no tendría cabeza de no haber sido así.

—Pero las órdenes, la isla, mi deber… —A estas alturas Takeshi ni luchaba. Los dos que lo prendían lo hacían por puro gesto. El soldado japonés comenzó a plantearse el hecho de que aun sin tener ni idea de inglés, lo estaba entendiendo todo. ç

El oficial se inclinó hacia él.

—Llevamos mucho tiempo buscándolo. A usted, y a sus hombres, sargento. Suerte que ha ido dejando un rastro, despistes, supongo. Nada de lo que deba avergonzarse dadas las circunstancias. Su labor ha terminado, soldado. De hecho, lo hizo hace mucho tiempo.

Uno de los americanos soltó la mano de Takeshi y él lo agarró del cuello de la chaqueta. El tirón fue un amago flojo, porque aquella mano, antaño fuerte, ahora estaba arrugada y ajada. Takeshi abrió los ojos y por primera vez fue consciente —quiso serlo, más bien— de que esa patrulla de yankee no tenía nada, y de que él era un viejo consumido tras tres décadas malviviendo en la jungla.

Su labor había acabado hace treinta años, el día que japón claudicó al final de la primera guerra mundial y se convirtió en un zan-ryü Nippon hei, uno de los soldados «dejado atrás».