Freak show

por Pedro de Andrés

Oscurecía sobre las colinas, dando al espectáculo un tinte morboso y, a la par, atrayente. Madre no había logrado quitarle de la cabeza, por muchos cachetes que empleara, el gusto por las extravagancias. Durmió poco la última semana, mientras trataba de imaginar a los monstruos que sus ojos iban a contemplar.

Las luces de gas mantenían el recinto con una iluminación razonable y su corazón latía al ritmo del organillo cuya música llegaba de todas partes sin que pudiera localizar su origen. Achacó el temblor de sus manos al nerviosismo de la casi media hora que tuvo que esperar en la cola para entrar. Las rodillas le flojeaban cuando accedió al interior y pudo ver al fondo los diferentes habitáculos que encerraban las atracciones anunciadas. Decidió ser metódico y seguir un orden; no iba a perderse ninguna de ellas.

Del antro de la mujer barbuda salió feliz, aunque algo espantado después de que le permitiera acercarse y tirar de la pelambrera que crecía en las mejillas de Madame Ambrose para comprobar su autenticidad. Se quedó boquiabierto con el hombre pulpo, capaz de manejar sus seis brazos con la soltura de un cefalópodo. Asistió con embeleso a la demostración del “hombre más fuerte del mundo”, en la cual levantaba sin pestañear a la monumental equilibrista Cleopatra con una sola mano, pero puede que fuera más por la indumentaria ligera de la joven y su tocado de reina egipcia. Después vinieron el hombre sin huesos, doblado en posturas imposibles, y el de piedra, que detenía proyectiles de pistola con el pecho y se los extraía sin dolor aparente. Mientras contemplaba a la sirena nadar en su tanque de agua, seducido por el movimiento de sus branquias y la libertad de sus pechos al descubierto, la temperatura corporal de Wilson se disparó, le faltó aire en los pulmones y su organismo se vino abajo. Antes de la oscuridad total, escuchó dentro de su cerebro voces que tintineaban en un idioma que nunca antes había oído.

Cuando despertó, estaba rodeado de desconocidos, aunque tras examinar sus rostros con detenimiento, no dejaban de resultarle familiares. La mujer gruesa de cabellos ralos, por ejemplo, era la viva imagen de la barbuda, como si se hubiera rasurado de forma impecable. Allí estaban también el hombre forzudo, aunque su musculatura no parecía nada del otro barrio, y la sirena, tan bella como antes pero de pie sobre dos largas y torneadas piernas.
—¿Qué… qué os ha pasado? —preguntó Wilson entre carraspeos.
—Mejor dicho, qué te ha ocurrido a ti —comentó el hombre de piedra, cuya tez sonrosada desmentía sus capacidades—. Parece que te has desvanecido. Note preocupes, ya estás recuperado. Podrás regresar a casa tan pronto te puedas poner en pie. Tómate esto de un trago —añadió, ofreciéndole una taza humeante.

Wilson saboreó el brebaje y se sintió mejor casi de inmediato. Su mente flotaba todavía entre sus recuerdos de la función y lo que sus ojos le mostraban: un grupo de personas corrientes desenmascaradas. Se despidió de ellos con efusividad, tratando de ocultar su decepción.

En cuanto se hubo marchado, el hechizo se rompió y cada cual pudo retornara su lugar de reposo. El hombre pulpo se despidió con tres de sus extremidades del forzudo que llevaba a Cleopatra sentada en su mano sin dificultad. La sirena nadó de vuelta en su pecera, aliviada de poder usar de nuevo esa cola que no soportaba dejar atrás. La última en marchar fue la mujer barbuda, mesándose la perilla que tanto le costaba disimular en presencia de los humanos.