El viaje de Esther

La rutina de Esther no había cambiado en los últimos seis meses después de haber sido diagnosticada de una grave infección pulmonar. Sus días eran monótonos: el aseo personal con la ayuda su madre, tomar las medicinas, las visitas del médico y realizar todas sus comidas en la mesita que su madre le colocaba sobre el regazo después de incorporarla para que se sentara en la cama.

Esther era una mujer bastante agraciada, pero su enfermedad había apagado su belleza; su precioso cabello castaño se veía opaco y sus ojos marrones lucían unas marcadas ojeras. El sufrimiento que la atrapaba era tal que nadie diría que acababa de cumplir treinta y cinco años.

Los últimos diecisiete años los había pasado trabajando para ayudar económicamente a su madre. No tenía amigos, ni siquiera se relacionaba con los compañeros del trabajo, solo mantenía algunas amistades en las redes sociales con las que compartía su afición por la literatura.

Al enfermar, su vida cambió. Cuando regresó del hospital rompió con su pasado y cedió a la depresión. Dejó de leer y de soñar con esos mundos que la transportaban a la felicidad.

María, su madre, sentía que su hija se iba hundiendo cada vez más en un agujero sin fondo. Cierto día tuvo una idea que tal vez diera resultado: retomar el contacto con sus amigos virtuales.

Esther encendió de mala gana el portátil que su madre le colocó sobre la mesita donde comía. Al abrir el chat vio que tenía infinidad de mensajes de hacía mucho tiempo. Los revisó por encima sin ningún interés. Pero uno de esos contactos le había escrito todos los días interesándose por su salud. Era Eli, su amiga, o como ella decía: la gran escritora. Palabras que su amiga siempre la reprochaba, diciéndole: «todavía tengo mucho que aprender».

Una chispa saltó en su corazón e inició el chat.

—Hola, Eli —escribió con timidez.

—¿Cómo se encuentra mi soñadora preferida? Estaba a punto de enviarte un mensaje, como cada día —respondió su amiga al instante.

—¿Soñadora? —respondió con tristeza. La que buscas cayó en la madriguera de conejo y quedó atrapada allí.

—No te preocupes, querida amiga, yo te ayudaré a salir de la madriguera. No consentiré que el gato Risón se ría de ti  —Esther hizo un esfuerzo para sonreír ante la divertida respuesta de su amiga—. Juntas lucharemos contra la reina de corazones y los temibles guardianes —insistió Eli—. Y gracias a ti volveré a casa como Alicia —respondió con la poca energía que le permitía su enfermedad mientras tecleaba.

Las dos amigas estuvieron chateando más de dos horas sobre los personajes que sus libros preferidos. Durante ese tiempo Esther se olvidó de su enfermedad, salvo por algunas interrupciones producidas por la falta de aire que su madre se apresuró a solucionar colocándole la mascarilla de oxígeno para que recuperara el aliento.

Antes de despedirse, Eli invitó a Esther a entrar en un grupo de escritura donde ella participaba de forma continuada. Le comentó que el tema elegido para ese mes era «Viajar a un lugar desconocido».

—Pero ¿cómo y de qué quieres que escriba, si nunca he tenido tiempo para viajar? —preguntó Esther a su amiga.

—Usa tu imaginación y elige un lugar que te gustaría visitar —fue la respuesta que consiguió.

Solo para complacer a su amiga, Esther entró en el grupo. Tomando en cuenta sus consejos, cerró los ojos y se dejó guiar por su corazón. En los días siguientes puso todo su empeño en diseñar el viaje de sus sueños y, pese a su enfermedad, no dejó de teclear ese viaje a lo desconocido que inició en un pequeño bote de remos.

Al divisar a lo lejos una isla de arena dorada y poblada de árboles de hojas de colores, puso rumbo hacia el lugar. Al llegar, se subió el vestido blanco hasta las pantorrillas, descendió de la embarcación y sonrió feliz al sentir la frescura del agua en sus pies descalzos.

La fina arena de la playa, caliente por el sol, secó al instante la humedad de sus pies. Miró a su alrededor, soltó el vestido, alzó sus brazos al cielo y respiró el aire puro del mar mientras contemplaba los maravillosos y coloridos árboles.

Al adentrarse en la isla descubrió un largo camino adornado por las hojas que habían caído de los árboles que bordeaban el camino. Esther sintió en el aire una fragancia que le iluminó el rostro. Durante unos minutos cerró los ojos y se deleitó con el dulce olor a rosas. Después, continuó avanzando por la senda que la invitaba a descubrir lo que se escondía al final del camino.

Lo que encontró al llegar a su destino la dejó boquiabierta. Cuando su mente registró el hallazgo, en sus labios se dibujó la más dulce de las sonrisas. Ante sus ojos se encontraba un precioso campo de rosas azules. Se sentó sobre la hierba que rodeaba el rosal y contempló durante horas el paisaje mientras la brisa le acercaba el suave y dulce aroma de las flores. Durante ese tiempo se sintió inmensamente feliz.

Con el atardecer, el precioso cielo azul dio paso a una noche de luna llena y un cielo poblado de estrellas. Esther extendió sus manos intentando alcanzarlas y una de ellas se acercó para dejarse acariciar; al sentir el toque de Esther, desprendió un brillante polvo que la hizo dormir con una sonrisa en los labios.

Eli, desde el atril, miró al pequeño grupo allí congregado, en especial a la madre de Esther que intentaba contener la emoción, y comentó:

—El relato que acaban de escuchar, lo escribió mi querida amiga Esther. Ella me pidió que lo recitara para estar siempre en vuestros corazones.

Eli bajó la cabeza y con lágrimas en los ojos, lanzó un beso a su amiga que descansaba, a los pies del atril, dentro de su féretro.

de Juan Carlos López Bayón