El psiquiatra y la modelo de loción antipiojos

por Marga Sáenz-Herrero

El psiquiatra se tenía sobre todo por creador y escritor. Era engolado y vanidoso, y le había dado por escribir cuentos y relatos años atrás con varios premios locales. Ahora tenía entre manos una novela que pensaba que sería un best seller. Regodeado ante la idea de que su obra dejaría boquiabiertos a críticos literarios, perdía el tiempo con sus fantasías, mientras las teclas de su ordenador pareciera que se movieran solas.

Como escritor había resultado bastante prolífico con relatos estos últimos años, pero estaba realmente preocupado por lo que le estaba pasando con su primera gran novela. No se atrevía a comentarlo porque parecía una verdadera locura. La mujer protagonista se estaba rebelando contra él. Pareciera como si le diera órdenes. Cada día que pasaba esta mujer cobraba vida.

Pero, ¿podría ser eso posible? Se preguntaba a sí mismo empapado en sudor frío.

Después de embellecer a este personaje, su adorada modelo, Yeni, tan alta y espigada y dotarla de una docilidad inquietante, se rebeló saliendo de su casa de madrugada en busca de una loción anti piojos.

¿Por qué había sido tan osada? Si ni siquiera había pedido unas vacaciones en la agencia.

¿Acaso los piojos le habían despertado sus neuronas?

Qué disparate. Puso un punto y aparte, y salió al cuarto de baño para lavarse la cara, a ver si se despejaba. Decidió dejar la novela por una temporada. Quizá eso calmase a su personaje y volverían las aguas a su cauce.

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Primero fue lo de salir de madrugada, y luego lo de quedarse en su casa atrincherada. Estaba realmente disgustado, porque había diseñado una novela de intriga y acción, sobre una empresa farmacéutica sin escrúpulos, que estaba detrás de la creación de piojos multirresistentes, y no había podido desarrollarla por su culpa.

Yeni, una poligonera a la que sacó del anonimato y transformó en una modelo súper estrella, va, y se pone a pensar por ella misma. No entendía la cruzada que Yeni emprendió por su cuenta y le daba vergüenza confesar esto ante sus compañeros de tertulias literarias.

—¿Acaso un personaje se puede revelar por su cuenta?

Mientras estaba intentando teclear nuevamente llamaron a la puerta. Era la enfermera avisándole de que la residente de psiquiatría estaba esperándole en urgencias para valorar a una paciente con un posible episodio psicótico. Irritado por eso, el psiquiatra dejó a un lado su portátil pensando en cómo doblegar el carácter de Yeni que resultaba un estorbo.

Bajó las escaleras con apatía. Decidió ponerse a dieta y adelgazar esos kilos que se le habían puesto en la cintura, y que le confiriera un aspecto juvenil. Sus gafas de pasta le añadían un toque hipster. Ayer hubo una cena con las personas del taller de literatura que impartía. Todas eran chicas que se emocionaban con la lectura de los cuentos de Chejov incluso hasta las lágrimas. Con sus cuarenta años le resultaba fácil asombrar e hipnotizar a esas estudiantes de postgrado que ansiaban escribir. Usaba un tono suave y aterciopelado de locutor de radio. La verdad es que algunas lo hacían muy bien, aunque la mayoría no ejercería la profesión. Se necesitaban unas dotes que ese grupo de chiquillas atolondradas no tenía. La mayor parte acabarían impartiendo clases en institutos para adolescentes con granos que no eran capaces de leer dos frases seguidas sin aburrirse.

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Ellas pagaban los cursos de verano. Apuntaban frases, ideas, o pensamientos en libretas olvidadas en cajones de sus escritorios.

Lo que deseaba él, era invitar a una alumna especial a cenar en un pequeño reservado mientras le recitaba algún poema de Baudelaire y atraparla con sus palabras de amor de efecto cannábico. Le interesaba la mente de la joven tanto como quitarle el sujetador y que se derramaran sobre él como se demarrarían sus palabras de amor y agradecimiento.

Con este aspecto de dandi decadente entrado en carnes se encaminó al servicio de urgencias del hospital. Era su trabajo, con el que pagaba sus facturas, pero iba desganado, con ira contenida, a causa de la residente que osaba llamarlo en sus horas de concentración creativa.

Decidió tomarse un café y que lo esperaran. Una mezcla de burla y frialdad se juntaba a la vez con el ruido de los gritos y gemidos del servicio de urgencias. Y ese olor agrio de sudor, lágrimas, excrementos y orina unidos al desinfectante provocaban en el doctor una mueca de asco constante. Despreciaba el olor de la humanidad doliente.

Yeni estaba detrás tumbada en la camilla. Sonreía. Un enfermero le agarró la mano. A su mano velluda se lanzaron unos piojos y, en un momento, toda la sala de urgencias estaba invadida. No se libró nadie, ni el bebé plácido que dormía y comenzó a llorar cuando le picaron en la cabeza.

La única que se dio cuenta de lo que sucedía alrededor era la chica larguirucha del box de psiquiatría que sonreía adormecida por los calmantes, y con su sonrisa babeante parecía haber perdido por completo el contacto con la realidad, aunque en ese preciso instante fuera la más cuerda.

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Toda ella era la lucidez absoluta. Al mirar al fondo del pasillo vio a un hombre gordo, pálido y sudoroso y enseguida reconoció en él al cazatalentos que la contrató como modelo, y le sonrió de verdad, con una sonrisa abierta, de entrega.

El hombre que la miraba ahora al fondo estaba paralizado. Pero era de miedo. Todo él era parálisis y derrota. Le faltaba el aliento. Vislumbró a Yeni desde el final del pasillo, tal como la había imaginado en su mente. Había momentos en la vida en que uno no querría tener sentimientos. Este era uno de esos momentos. Como en la peor de sus pesadillas su personaje había cobrado vida. La realidad era demasiado como para creérsela. Se habían roto los límites de lo interno y externo, se habían abierto las puertas de la percepción y con la fuerza de un recién nacido en su primer grito, Yeni había saltado de la novela a la camilla y en el salto toda ella eran círculos de luz.