El fin de la aciaga vida de la Sra. Maupassant

Jaime E. Expósito Atenciano

Largas horas de té, pastas y confidencias pasó la señora Maupassant en la casa de los Flaubert, hasta que la noche cuyo techo pone fin al día, se le echó literalmente encima. Largo rato hacía de su partida de tan distinguida casa en dirección a la suya, pero la oscuridad tenía otro plan para ella.

Sólo se escuchaba el taconeo de sus zapatos mientras las calles invisibles le hacían perder la poca fe que tenía en encontrar su camino. Se afanó en encontrar una señal que le recordara el modo de volver a su casa en esa aciaga noche. Miró de manera mecánica a ambos lados de la calle y se resignó, se había perdido.

Con paso firme decidió probar suerte en el cruce de calles y giró a la izquierda. Sin darse cuenta se sintió liviana y ligera, sus orondas piernas flotaban y sus generosos senos le oprimían el pecho. Unas manos fuertes la sostenían en el aire. Un grito apagado salió de su boca al ver la blanca tez de su acompañante furtivo, este le sonreía mostrando sus afilados colmillos, la penetraba con la mirada. Ella hipnotizada, con el corazón desbocado solo gemía, y hacía que los ojos inyectados en sangre del vampiro la deseara cada vez más.

Un largo suspiro precedió a un leve desmayo, pero recobró al instante la consciencia mientras el vampiro, con un sutil movimiento, giró la cabeza para clavarle sus picudos colmillos en la profundidad de su cuello, sucumbiendo al placer de su sangre. Mientras ella expiraba su último aliento.