El brujo del amor

por Gontzal Mnez. de Estibariz

Malik era joven. Con sus 15 años recién cumplidos se movía ágil y sigilosamente, como las gacelas de su aldea africana natal. Apenas llevaba unos días en aquel nuevo lugar en el que se sentía un completo extraño. Con un rápido movimiento se coló en el lugar deseado. Desde allí, mezclado con el resto, podía ver sin problemas los movimientos del que debía ser el brujo del grupo. Parecía el más anciano y vestía distinto a los demás con largas telas de colores brillantes que le cubrían todo el cuerpo.

Malik observaba con atención cómo el brujo progresaba con su ceremonia de magia y purificación. El resto interactuaban con él, ora con cantos ora pronunciando fórmulas tántricas al unísono, en lo que parecía un rito ancestral y bien orquestado.

Malik trataba de hacerse invisible y de seguir el desconocido ritual imitando todo lo que hacían los demás. Apenas podía resistir la tentación de mirar de reojo a la joven mujer que le flanqueaba, pero el miedo a ser descubierto como el intruso que era le paralizaba. Tenía la certeza de que no debía estar allí, de que estaba usurpando un lugar que no le pertenecía.

El ceremonial se sucedía y comenzó a parecerle eterno. Malik comenzaba a desfallecer debido al continuo estado de alerta de su mente y a la tensión que atenazaba cada uno de sus músculos. Comenzó a dudar de si podría aguantar allí por mucho más tiempo.

De repente, el brujo abrió sus brazos en toda su extensión y mirando al vacío espetó:

—…démonos todos fraternalmente la paz.

Malik vio incrédulo cómo la joven que tenía a su lado se giró y le tendió su mano esbozando una amplia sonrisa. Correspondió aturdido extendiendo la suya al mismo tiempo que notaba cómo toda la sangre de su cuerpo confluía en su rostro. Sin apenas atreverse a mirarla rozó tímidamente la mano de la joven. Todo su cansancio se diluyó como por ensalmo. Jamás había sentido algo tan suave y delicado. Así debía de ser la caricia de una nube, el poso del polvo de las estrellas, el aliento de una madre sobre la piel del recién nacido.

Al día siguiente, lunes, pudo ver de nuevo a la joven entre un grupo de estudiantes de un curso superior. La sensación del tacto de su piel permanecía intacta en la suya. La había visto el primer día en que lo llevaron a la escuela de integración asignada como migrante recién llegado. Aunque sabía que ella jamás se fijaría en él y él jamás se atrevería a hablarla, había merecido la pena seguirla y colarse a su lado en aquel extraño edificio de altos techos, gruesas columnas, bancos corridos de madera e intenso olor a incienso. El regalo furtivo de aquella caricia permanecería en su piel ya para siempre.