2. La Portavoz.

J. Paulorena

Elisabeth yacía en la cama con fiebres, la colcha hasta arriba, la chimenea del cuarto encendida. Su padre seguía sentado en la silla de la esquina, las llamas crepitaban en su mirada.

Mery abrió la puerta con delicadeza, observó desde el umbral a su hija, luego a su marido. Le vio flaco, pálido, enfermo. Desde que había vuelto de la guerra no era el mismo pero, ¿quién lo era después de las atrocidades que debía haber visto?

Su voz grave cruzó la habitación.

—Ya no le oigo, Mery.

Ella se acercó, se arrodilló junto a la silla y cogió su fría mano. Temblaba. Él bajó la mirada hacia su esposa y, en el eco de su voz, Mery escuchó miedo.

—Ya no le oigo.

—¿De qué estás hablando?

—Cinco años, y no era a mí a quien quería —la mirada del hombre rebasó a su mujer hasta posarse en la yaciente Elisabeth—. La quería a ella.

—Me estás asustando.

—Bien, porque tienes que estar asustada.

En el dormitorio, los muertos junto a la cama susurraban secretos.

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