Barridos

Gabriel González Maurazos

Dotar a los robots de limpieza de sensores capaces de reconocer y clasificar todos los residuos que alfombraban la superficie de cada vivienda… El mundo empresarial entendió que era una excelente idea. Y es cierto que era una soberbia idea, porque la inteligencia artificial interpretaba todo el repertorio de inmundicia barrida, transformándolo en datos que hablaban del estatus y las apetencias de cada familia, de lo que le sobraba o faltaba, de lo que quería y podía adquirir, para a continuación ofrecérselo. Era una espléndida idea porque el sueño de transformar la mierda en oro trascendía por primera vez las fronteras de lo metafórico: la inteligencia artificial por fin se alimentaba de basura, igualando así a la inteligencia natural. Era una magnífica idea porque los clientes no lo sabían —nosotros sí—. Era una inigualable idea porque hablar de usuarios de robots de limpieza era hablar de todo el mundo menos de nosotros.

Era una idea cojonuda, sobre todo para nosotros, los que lo sabíamos; los que entendimos que el big data había encontrado una infalible aliada en la big caca —como chiste es lamentable, pero fue lo primero que pensé—; los que supimos infiltrarnos en esas bases de datos que medraban gracias al abono de la inmundicia doméstica; los que nos aprovechamos de ellas para averiguar, no ya lo que esas personas podían adquirir, sino lo que ya tenían; los que luego acudíamos a robar los inmuebles que destacaban en los macrodatos por el valor de sus bienes y, sobre todo, por la vulnerabilidad de sus sistemas de alarma: hasta eso podía llegar a revelar el depósito de polvo de cada robot.

Y así nos convertimos en la banda de asaltantes a viviendas más exitosa del planeta. Éramos ricos y nos permitíamos cualquier lujo a excepción de uno, por razones obvias. Pero Toni nunca llevó bien tener que mantener limpio nuestro cuartel general con una escoba, así que se hizo con un robot sin consultárselo a nadie. Ahí lo vi por primera vez, cuando se chocó con mis pies mientras adecentaba el suelo. “Eres idiota, Toni”, le dije, justo cuando alguien derribó la puerta del piso al grito de “¡Policía!”.