9. La Caverna de las Llamas

J. Paulorena

La casa ardía. Su padre estaba protegiendo la puerta, esperando que las llamas se alzaran para cortar toda retirada. Su destino estaba marcado y no le importaba. Tenía el arma en la mano y disparaba al interior, abatiendo a uno de esos persas que le habían perseguido desde que regresó de la guerra.

Gritó llamando a su padre. Él dejó caer la pistola descargada y desenvainó el sable, pero escuchó su nombre a través del rugido del fuego y la miró. Una última sonrisa a ella dirigida.

—Herbert Mathesson.

El nombre atravesó la distancia y llegó a ella cargado de la memoria de su padre. Un muro en llamas se alzó en la fachada y ya toda huida se hizo imposible.

Elisabeth gritó desconsolada por la muerte de su padre, pero no tenía tiempo para lamentarse pues había un hombre carbonizado en el dintel de la puerta. Su carne ardía con un fuego más intenso que el de la propia casa, y la miraba. La muchacha, con el llanto en la garganta, se puso en pie y…

La Libertad Iluminando el Mundo, majestuosa y de un dorado rojizo, oteaba desde su atalaya el mar encrespado. Bajo sus faldas, un pequeño navío llegaba de madrugada. En el puerto de Manhattan había centenares de espectros y muchos más llegaban desde las profundidades para esperar su desembarco.

El cuerpo de Elisabeth tembló por el crujido metálico, la enorme estatua había bajado la cabeza y sus ojos ciegos la buscaban.

—Has venido de tierras viejas al despertar de un nuevo mundo. Pero no puedes huir de tu destino, pequeña mortal.

—No busco huir del Destino, mi señora —le respondió Elisabeth—. Es aquí donde me encontrará.

La muchacha sabía que estaba soñando, pero también que era real. La Estatua de la Libertad había sido inaugurada hacía pocos años, todavía no había alcanzado la madurez verdosa del cobre pero ya era el símbolo de una tierra, de un pueblo cosmopolita como no se había visto desde la antigüedad.

No sólo era un objeto imponente, la gente le había dado nombre, le había dado personalidad, para toda una nación de naciones era un símbolo que los representaba. Con la energía psíquica de cincuenta millones de personas y los que les seguirían a lo largo de los siglos alimentándola con su fe, aquella estatua se había convertido en otra cosa.

—En esta tierra encontrarás muerte —le dijo.

Cientos de fantasmas esperaban su llegada, y más que iban llegando. Elisabeth era un faro que iluminaba sus existencias vacías, ella podía devolverles su nombre.

—Hay muerte allá donde vaya —respondió.

—Mueren los viejos días, pero llegan nuevos. Soy el símbolo de lo que será, una era de progreso como nunca antes se ha visto en la historia humana. Un mundo de ruedas y engranajes, de vapor y electricidad, de voces invisibles repetidas por espejos orbitales y la creación de mentes artificiales. ¿Por qué traes tus viejos dioses a estas tierras?

—Los viejos dioses ya estaban en estas tierras miles de años antes de que yo naciera. Llegan nuevos días, es cierto, pero hay que estar preparados contra los antiguos peligros.

—¿Eres tú quien trae esos peligros a esta tierra?

—A algunos. Otros ya estaban aquí.

La Estatua de la Libertad volvió a alzar la cabeza hacia la distancia y, desde puerto, los muertos llamaron a Elisabeth con sus nombres. Dio un paso hacia ellos y…

Bajaba unas escaleras, eran los Setenta Escalones del Sueño Ligero, un camino interdimensional entre la realidad de la vigilia y la onírica, un punto de acceso a la Tierra de los Sueños.

Elisabeth avanzaba por unas escaleras que parecían descender, pero en aquel lugar no existía gravedad ni ninguna otra ley física que determinara la orientación. Hacía caso a sus pies e ignoraba al resto del Universo. Tenía que seguir avanzando hasta alcanzar…

La Caverna de las Llamas era enorme, del techo colgaban racimos globulares de nácar y en el centro de la estancia, junto a ella, había un enorme pebetero en el que ardía una hoguera de lenguas ardientes y crepitantes llamas.

—Ella ya nos ha prevenido de tu llegada. Acércate, joven Elisabeth.

La muchacha se vio arrastrada hasta el fondo de la caverna, donde dos figuras embozadas con túnicas la aguardaban.

—Mi señor Nasht, mi señor Kaman-That.

Ambos correspondieron a su reverencia.

—Sabes de nosotros y del lugar en el que te encuentras.

—Sois los Guardianes de la entrada a la Tierra de los Sueños.

—Hemos de reconocer que nos sorprende tu llegada. Pocas veces ha ocurrido que una raza haya entregado un cristal de sueños a otra raza.

—Los profundos detectaron el Necronomicón y subieron a bordo del barco buscando un párrafo.

—¿Sabes lo que les has dado?

—Sí, he roto el sello que clausuraba uno de sus portales oceánicos.

—¿Por qué lo has hecho?

—Porque debía hacerse.

Nasht escuchó el silencio de su hermano y asintió.

—Permitir el acceso a un Portavoz es algo extremadamente raro.

—Es verdad, mi memoria recuerda que hay otro al que permitisteis cruzar, el primer Portavoz, el único cuya voz no puedo escuchar.

—¿Guardas en tu memoria a los anteriores Portavoces?

—Sí. Son legión y hay veces que me quieren hablar todos a la vez, pero les exijo silencio.

Los guardianes se sorprendieron.

—¿Exiges silencio a los muertos?

Elisabeth asintió con humildad. Nasht y Kaman-That conversaban entre ellos aunque ninguna palabra salía de sus bocas. La muchacha sabía que no estaban seguros de querer dejarla entrar.

—Si dudáis de mí, preguntádselo a él —les dijo.

La miraron con curiosidad.

—¿A quién te refieres? Este lugar lo habitamos sólo nosotros dos.

—Hablo de aquel que es la Llama —señaló al pebetero—. Hablo de aquel que nos da cuerpo a través de su Ceniza y evita que los soñadores seamos como fantasmas etéreos en este lugar. Hablo del primer Portavoz y autor del Al Azif, el Necronomicón original que entregó a mi padre y que ahora yo soy su posesión. Su nombre es Abdul Alhazred.

La hoguera rugía, pero sus formas se hicieron antropomórficas. Allí estaba el que Arde por Toda la Eternidad, el primer Portavoz de la ley que rige los nombres de los muertos. Prisionero en Irem, la de los Pilares, duerme soñando que es la Llama y que de la Ceniza consumida de su carne crea cuerpos físicos que serán ocupados por los soñadores. Golems de ceniza que sólo necesitan el nombre de su huésped para volver a la vida. 

Incluso para seres como Nasht y Kaman-Taht, la escritura del Necronomicón había trastocado sus existencias. De ser solo cuerpos astrales, los soñadores habían logrado tener presencia física en aquella dimensión.

El inframundo allí era real.

Y esa entidad que ya no era humana estaba a su lado, intercediendo por ella.

—Debe estar aquí si se quiere expulsar a la Máscara —les dijo el Señor de la Ceniza y la Llama.

Los hermanos hablaron sin palabras durante horas, o puede que fueran segundos, pues en aquel lugar la ley que rige el Tiempo no tenía cabida.

—Puedes pasar, Elisabeth Mathesson, pero te advertimos que aquello que no puede morir te sigue incluso en este lugar.

Elisabeth les agradeció el acceso con una reverencia y comenzó el descenso por los Setecientos Escalones del Sueño Profundo.

Al llegar a la luz, todo se desvaneció y despertó.

Su madre estaba junto a la litera del camarote.

—Hemos llegado a América.

Gracias por comentar.

5 Responses to “9. La Caverna de las Llamas”

  1. Nimthor 6 de mayo de 2020 at 19:58 Permalink

    Muy interesante. Mezcla de Neil Gaiman y George RR Martin

  2. Santi sardon 6 de mayo de 2020 at 20:48 Permalink

    Bua Aaaaa aaaah. Que pasada de capitulo. Genial

  3. J. Paulorena 6 de mayo de 2020 at 21:18 Permalink

    Gracias, je je je

  4. David 25 de mayo de 2020 at 12:13 Permalink

    Tengo curiosidad por saber qué puede hacer realmente esa niña. O cuánto aguante tiene su cordura. Parece que promete.

    • J. Paulorena 25 de mayo de 2020 at 12:41 Permalink

      Sigue leyendo y resuelve tus dudas, Y teme por tu propia cordura. (Muajajaja).

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