36. La Viuda Cuervo.

J. Paulorena

El miedo es un instinto primario que hizo evolucionar tu cerebro de mono. Es la alarma que indica peligro para tu vida. Porque tu vida es el centro del universo aunque tu existencia es menor que una mota de arena en el desierto. Eres consciente de ser, tienes nombre y tu mayor miedo es perderlo, dejar de ser.

El cerebro de reptil está dominado por el hambre. Te empuja a saciar el ansia que te consume las entrañas. Atacas a los que invaden tu territorio, atacas para invadir otros territorios. Los nombres no importan porque en la vida sólo tiene sentido el ahora, el hambre, la sangre.

Noche sin luna en calles vacías. Había peligro, había amenaza, era la hora de la delincuencia. En esta zona apartada del centro se cobijaban los olvidados, los que han sido abandonados por la sociedad, a los que la suerte les ha puesto la zancadilla y sus semejantes han aprovechado para pisarles el cuello e impedir que se pongan en pie. Aquí se cometían robos y asesinatos que a nadie le importaban.

Él llevaba tiempo fijándose en una mujer con dos críos, creía que la llamaban Viuda Cuervo porque siempre vestía una larga capa negra de doble ala. Están solos, no tienen nadie que les proteja, son vulnerables a cualquier desaprensivo. Y se sonreía con esos pensamientos.

Su cerebro de reptil tenía hambre, y le gustaba saciarse. Había encontrado una presa en su territorio y la sangre clamaba sangre.

La sombra apoyada en la esquina del edificio sacó un revólver y comprobó su carga. Sus garras eran el arma y le gustaba exhibirlo ante sus presas. Primero daba zarpazos con él, usando el cañón para golpear la cara y rajar mejillas, luego su rugido en la nuca abriendo en flor de sangre el cráneo.

No hay piedad en el reptil porque es un depredador, porque tiene hambre, porque quiere sangre y la quiere ahora.

La sombra cruzó la calle, la cerradura sólo le detuvo unos segundos.

La noche sin luna era oscura.

James estaba en el recibidor, olía a limpio pero eso pronto cambiaría. Se relamía por la anticipación, la sensación de poder le estimulaba. Invadir una vivienda ajena era excitante, le gustaba pasearse por las casas y demostrarse quién tenía el control.

A la izquierda estaba la cocina. Mordió una manzana y la dejó caer al suelo, abrió la alacena para curiosear y escuchó un ruido leve y continuo.

Se giró con la pistola en alto. Nadie. Su mirada buscó el origen del ruido y vio que la manzana salía rodando de la cocina, su mordisco girando.

—¿Qué demonios?

Siguió a la manzana hasta el recibidor. Su cerebro de mono estaba lanzándole señales, pero el reptil tiene hambre y es estúpido.

James puso el pie delante de la manzana, que chocó contra su zapato y se detuvo. Se agachó para cogerla pero la manzana volvió a rodar para seguir su camino.

El hombre levantó la mirada y el arma. Sabía que eso no era normal y se asustó, pero cuando empezaba a sentir miedo el reptil trepa a lo alto lleno de furia.

—Como estéis jugando conmigo os voy a destrozar —murmuró.

Pero en aquella casa sólo vivía una mujer y sus dos hijos pequeños, nada que no pudiera manejar. Avanzó decidido al salón, donde fue engullido por la oscuridad.

Levantó la pistola sonriendo. Ella era hermosa y disfrutaría violándola. Estaba sentada en una butaca, su rostro cubierto de sombras y sus ojos de gato espejos en la noche. A su lado, un libro abierto.

—Has entrado en mi casa sin invitación.

—Sí, cariño. Y muchas cosas más que me voy a llevar sin invitación.

—Me has entregado tu nombre.

El hombre dejó de sonreír. ¿Qué cojones estaba diciendo aquella estúpida? Debía estar loca, le cerraría la boca con la culata de su arma. Avanzó con el rostro lleno de ira.

—James O´Conell.

Quedó paralizado frente a ella, incapaz de levantar la mano para hacerle daño.

—¿Qué está pasando?

Había dominado al reptil, ni rastro del hambre. Lo único que quedaba era el mono, que llevaba varios minutos gritando presa del pánico.

—Quedas juzgado por tus pecados.

La madera del suelo crujió, el yeso de la pared se astilló y de las grietas surgieron manos y brazos, cabezas y cuerpos espectrales que salieron del abismo de la culpa. Rostros demacrados, heridas sangrantes, ecos de nombres del pasado.

Era tu amigo y me disparaste por un botín de cinco dólares.

El fantasma levantó una pistola y abrió fuego, el impacto derribó a James. El mismo dolor, la misma sensación de vacío y abrió los ojos.

Me agarraste del cuello —una mujer espectral dejó marcas en su garganta y le levantó como si no pesara—. Me diste un puñetazo —James, flotando en el aire, se encogió por un impacto que le destrozó el hígado. Cayó al suelo—. Luego me diste quince patadas —el hombre se encogió con cada golpe, cada fractura retornada—. Me violaste —las piernas del hombre se abrieron, sus gritos quedaron ahogados por dedos intangibles—. Y me cortaste el cuello.

Sintió que la piel se abría, se ahogaba en su propia sangre y murió.

Abrió los ojos.

Me apuñalaste para robarme —le dijo el fantasma que tenía delante. James notó el pinchazo que le perforaba el estómago. Vio la mirada del espectro, un espejo que había adoptado los ojos de su asesino y disfrutaba al retorcer el filo, devolviendo el sufrimiento causado.

Cayó al suelo, sus manos en la barriga, pedía clemencia a un coro espectral que le veían morir, que aguardaban su despertar para la retribución, devolver daño por daño y romper la ligadura de sufrimiento que les encadenaba.

Los siete espectros le fueron matando de uno a uno, y la mujer sentada escribía sus nombres con la mirada puesta en el más allá.

James abrió los ojos, tenía la pistola en la mano y, frente a él, la dama espectral cerró el Necronomicón de golpe, un eco que levantó las cenizas de su alma.

Los fantasmas salieron de las sombras y él aulló presa del pánico.

Los gritos despertaron a medio barrio, rostros en las ventanas vigilando las calles, buscando aquella angustia. La puerta de la Viuda Cuervo se abrió y James salió dando bandazos.

Los vecinos le reconocieron, aquel tipo era de la peor calaña y nadie estaba a salvo de él. Estaba blanco como la cera y su mirada desencajada. Daba manotazos al aire y cayó de rodillas. Se tapó los oídos, pero aquello que escuchaba estaba dentro de él. Ninguna puerta se abrió para socorrerle.

Levantó la cabeza y lanzó un grito desesperado, se llevó la pistola a la boca y apretó el gatillo. La gente se encogió por el estampido del arma, no por la muerte de aquel a quien temían.

Nadie vio su fantasma encadenado a siete espectros, ni como descuartizaron su alma.

Aquella a la que se conocía como la Viuda Cuervo estaba en el dintel de la puerta. Altiva, inmóvil como una reina de hielo. No había hecho ningún ademán pero sabían que ella había causado su muerte. Nadie más volvió a acercarse a su casa.

Gracias por comentar.

5 Responses to “36. La Viuda Cuervo.”

  1. Santi sardon 6 de junio de 2020 at 22:04 Permalink

    Brutal

  2. Harkonen 6 de junio de 2020 at 22:29 Permalink

    Muy revelador, desgarrando su alma en el mas acá del mas allá……

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