30. Underground.

J. Paulorena

El lugar, según cierto pensamiento imperante en las clases más nobles de la sociedad, podía considerarse un pozo de degradación.

El humo del tabaco caldeaba el local. La verde absenta se diluía sobre un azucarillo, el negro láudano se dosificaba junto al vino blanco y una pizca de azafrán, y se servían tanto como la cerveza o el whisky.

Las mesas más cercanas al pequeño estrado estaban reservadas para la alta hipocresía, caballeros de trajes abiertos y corbatas sueltas acompañados de damas de alta compañía engalanadas con discretos pero exclusivos vestidos. Al fondo, una aglomeración más humilde compuesta de trabajadores y artistas se congregaba junto a la barra.

En el estrado, una mujer atractiva leía con pasión un texto. Su voz modulada tenía el exotismo francés del acento cajún.

—Señorita West, qué alegría que haya venido.

Tras cruzar la puerta, una camarera ya se había acercado para recibir a la mujer.

—Hola, Martha. No me perdería para nada la visita de nuestra querida Katherine —ambas miraron al fondo, hacia la lectora que todos escuchaban—. Deja que te presente a mi amiga Eleonor.

—Encantada, señorita. Una amiga de Lisbeth siempre es bien recibida en este local.

—Gracias —murmuró algo avergonzada.

—Seguidme. Vuestra mesa está reservada.

Eleonor reconoció el lugar como un garito, un local en el que se reúne el desecho social. Por ahí se veía a algún individuo de mala catadura, y había prostitutas callejeras sentadas en las mesas, pero también reconocía a personajes que se movían entre lo más respetuoso de la crema social. Había artistas con los dedos manchados de pintura, y otros que recogían apuntes sobre la narración o se inspiraban para sus propias creaciones.

Apartados del estrado, sentados con sus instrumentos, un grupo de negros sacaba notas de cuerda y viento, palmadas sobre madera y toques de piano que envolvían de música étnica el relato.

La ayudante de biblioteca miró las paredes sucias por miles de noches de borrachera. Había cuadros cuya efigie reconocía, entre ellos su admirado Samuel Taylor Coleridge. De las paredes colgaban poemas y retazos, y unas escaleras que subían al piso de arriba donde las mesas estaban ocupadas por risueños personajes y un tipo que había extendido el caballete y estaba pintando la escena de abajo.

Decoro y solemnidad eran los brillos fatuos del arte, reflejos huecos de una máscara envuelta en pan de oro. Aquello era cultura en estado puro, arte vivo y en manos de las personas. Eleonor sentía una corriente que la electrizaba. Sólo conocía el arte por los libros que leía o los museos que visitaba.

Allí había una marea de inquietud, de romper normas estéticas para buscar la esencia, o bien recargar la esencia para ocultarla, no importaba. Se respiraba una libertad que no sabía que existía.

Eleonor se dejó llevar a una mesa apartada junto al pequeño estrado, la dama que habían señalado como Katherine saludó a Lisbeth con una sonrisa sin dejar su lectura.

La ayudante se puso a escuchar a la autora y enseguida se olvidó de todo cuanto la rodeaba, quedando absorta en el recital. Lo conocía, se titulaba “Désirée´s Baby”, estaba ambientado en el periodo de la esclavitud y trataba de racismo y la relación con los esclavos en el exótico ambiente de Nueva Orleans.

Al término de la lectura, las palmas y los golpes en la mesa formaron un estruendo. Eleonor se encontró de pie aplaudiendo extasiada junto al resto.

Merci, mes amis. Muchas gracias.

La mujer saludó con la mano al público y bajó del estrado para acercarse a ellas.

Ma chère Lisbeth.

Ambas se dieron dos besos y un abrazo.

Tu as été fantastique.

Tu es très généreuse ma chère.

—Deja que te presente a mi amiga Eleonor. Eleonor, ella es Katherine.

—Encantada, Eleonor.

—Es un honor, señorita Chopin.

Quelle charmante femme!

La ayudante se vio arrastrada a los dos besos como saludo. Había reconocido a la autora de San Luis, Kate Chopin, quien se estaba ganando fama por su narrativa colorida y el uso del lenguaje cajún, pero a quien la crítica estaba dejando de lado por declarar en voz alta ideas poco convencionales sobre la situación en la que se encontraban los negros o la propia mujer en la sociedad.

Las tres se sentaron en la mesa y, a lo largo de la velada, la bebida fue llegando según se vaciaban los vasos. Al principio muchos se acercaron a la mesa de la autora y compañía, bien para felicitarla o para compartir con ella sus propias obras, hasta que Kate les pidió tranquilidad para poder emborracharse con sus amigas, palabras que fueron acompañadas con un brindis general y el local se centró en la música, en gritos, en desafíos poéticos, en los puñetazos de un pintor y un escritor y, en el piso de arriba, los bohemios colocados de láudano vieron paraísos artificiales que darían fuerza a sus obras pero que destruiría sus vidas.

—Siempre es un placer verte, Kate.

—Lo mismo, Lisbeth.

Puso en la mesa un sobre y se lo alargó, la autora colocó su mano encima, se la apretó con afecto y Lisbeth retiró la mano para que cogiera el sobre.

Kate sorprendió la mirada de Eleonor.

—Nuestra querida amiga me está ayudando con un pequeño problema de liquidez.

Eleonor miró a la Reina de Hielo, que se encogió de hombros.

—Sólo es mecenazgo.

—Que me ayuda a solventar algunas deudas de mi querido esposo, que tuvo a bien morirse y dejarme con cinco hijos y arruinada.

—¿Y la plantación?

—Mal, querida. No sé cómo serán las cosas aquí, pero en el sur no gusta que una mujer lleve un negocio de hombres. Para coser y procrear sí. Ils me compliquent la tâche, les enculés.

—Da igual donde sea, son todos iguales.

Kate y Eleonor brindaron. Miraron a Lisbeth, que no se había unido a ellas.

—De acuerdo, ma chère. Hay excepciones.

Entonces las tres sí que brindaron por las excepciones del género masculino y se rieron a carcajadas.

—No sabía que estabas casada, Lisbeth.

Ella bajó la cabeza pero no antes de que Eleonor sorprendiera una profunda tristeza en su mirada. Había tocado una herida profunda en la Reina de Hielo, pero el gesto de Lisbeth al instante volvió a mostrar cordialidad.

—Lo estuve.

—Una historia dolorosa me temo, ma chère. Un bravo soldado caído en acto de servicio, una dramática realidad en nuestros días. Brindemos por los valientes soldados —las tres chocaron sus vasos—. Siempre he encontrado interesante a los hombre de uniforme, tu me comprends?

Nuevas risas por las pícaras insinuaciones de la escritora, pero volvió a la seriedad.

—Reímos, mes amies, pero es triste vivir en una sociedad donde ellos tienen derecho a vanagloriarse de sus conquistas de alcoba y nosotras debamos recurrir a un ambiente como este para poder expresarnos sobre sexualidad. Como si nosotras no tuviéramos necesidades y deseos.

—Nos ven como una propiedad —asintió Eleonor—. Nos dejan embarazadas y esperan que nos quedemos en casa cuidando de su hija mientras ellos pasan las noches fuera, que nos olvidemos de nuestro trabajo y de nuestra aspiración de ser bibliotecarias.

Kate y Lisbeth miraron con intensidad a Eleonor, que se sonrojó. Las tres estallaron en nuevas carcajadas.

—No sabía que tenías una hija —la ayudante de biblioteca le asintió a Lisbeth con la cabeza y bebió un trago para bajar el rubor—. Yo tengo un hijo.

C´est fantastique! Todos tenemos hijos y los vasos vacíos. ¿Dónde se ha metido Martha?

La autora localizó a la camarera y levantó el vaso vacío. Eleonor y Lisbeth se miraron, se estaban conociendo y descubriendo como personas. Se estaban haciendo amigas.

Aquella salida fue mágica para Eleonor. Nunca había estado en un sitio como ese, estaba sobrecargada de emociones y algo borracha, pero se sentía flotar. Su hija estaba dormida y su marido, una vez más, trabajando en la Universidad.

Al día siguiente buscó los cuentos de la autora y los leyó con una nueva perspectiva.

Katherine O´Flaherty Faris, Kate Chopin, escribiría su obra cumbre poco después, en 1899. El despertar sería en principio rechazada por la crítica por su pensamiento heterodoxo sobre la feminidad, siendo de las primeras mujeres de su época que trataron a la mujer sin condescendencia. Sin embargo el Tiempo reconocerá esta obra, junto con La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher, como las dos mejores novelas escritas por mujeres estadounidenses en el siglo XIX.

Gracias por comentar.

6 Responses to “30. Underground.”

  1. Harkonen 31 de mayo de 2020 at 16:21 Permalink

    Huele a almejilloneo por los 4 costados………… muy interesante el dato histórico y la intrusión de un nuevo personaje sin calzador a par que interesante….

    • J. Paulorena 31 de mayo de 2020 at 16:31 Permalink

      Gracias. Es una licencia literaria la presentación de esta escritora, he querido servirme de ella como ejemplo del movimiento sufragista de la época y de la conciencia feminista. Os invito a interesaros por ella.

  2. Nimthor 31 de mayo de 2020 at 19:37 Permalink

    Interesante. Quizás también el relato más largo. Me ha gustado la descripción del local.

    • J. Paulorena 31 de mayo de 2020 at 20:10 Permalink

      Sí, existieron ese tipo de locales. Oh yeah.

  3. Santi sardon 31 de mayo de 2020 at 21:25 Permalink

    Buena ambientación y buen recurso historico

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