17. Un regalo para una dama.

J. Paulorena

Elisabeth despertó agotada. Lo último que escuchaba al dormirse, y lo primero al despertar, era el susurro de los muertos. La llamaban con sus nombres, le entregaban su ser buscando liberarse de los pecados que condenaban sus almas.

Todo el mundo tiene pecados, incluso los psicópatas más viles cargan con culpas, con recuerdos dolorosos, con traiciones propias, con frustraciones y fracasos. Siempre hay acciones que son espinas en la memoria, que para bien o para mal han forjado el carácter del individuo.

Nadie está libre de pecado, y ella los asumía otorgando la redención. No podía permitirse el lujo de despertar cansada.

Lo primero que hizo fue notar su ausencia, había un hueco vacío donde antes estaba el cuerpo febril de su madre. Se despejó al instante y saltó de la cama, cruzó la estrecha habitación de una zancada y abrió la puerta asustada.

Tía Darsy, la rubicunda irlandesa que les alquilaba el cuarto, estaba de pie junto a su madre que, sentada a la mesa, bebía de una taza mientras Cormac las divertía con una anécdota.

Tres pares de miradas se giraron por su repentina aparición. El irlandés sonrió de una manera que la turbaba, la recorría con la vista igual que un hombre contempla a una mujer hermosa, lo que le valió un pescozón por parte de Tía Darsy.

—Deja de mirar a la señorita, maleducado.

—Hija, será mejor que te vistas —señaló al hombre que se frotaba el coscorrón pero que seguía sin apartar su mirada risueña—. Tenemos visita.

Elisabeth se dio cuenta de que estaba en camisón, tobillos a la vista, un cuello de cisne que se deslizaba por unos hombros suaves ribeteados por los tirantes de la prenda cuya tela formaba pliegues al posarse en sus curvas de mujer.

—Hola, Elisabeth.

Tía Darsy le dio otro coscorrón.

—Háblale bien a la señorita.

El hombre se volvió hacia la irlandesa.

—Le estoy hablando bien.

Ahora le dio una torta.

—Que no me contestes.

—¡Joder, Tía Darsy, deja de pegarme!

Mery tenía una sonrisa que confundía a su hija, y Elisabeth huyó al cuarto cerrando la puerta de golpe.

Era una mujer. El Necronomicón llevaba toda una vida hablándola, cada día los muertos se presentaban ante ella, la realidad era una dimensión fluctuante, había aprendido a cerrar la mente a los sonidos insanos de los servidores y otras criaturas. Y el maldito irlandés, con sólo mencionar su nombre, le recordaba que era una mujer.

Apoyada en la puerta, sentía la química de su interior alterando su percepción. Tenía calor, el riego sanguíneo inundaba su cuerpo por un corazón acelerado. Aun con todo el peso existencial en su alma, era una mujer. Por primera vez se había sentido deseada, y había descubierto que compartía ese deseo.

Al abrirse la puerta, el rostro de la muchacha era impertérrito. Se había puesto un chal por encima de los hombros que parecía cubrir su desnudez, pero ganaba en insinuación.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó con frialdad.

A lo que Tía Darsy aprovechó para volver a pegar al hombre.

—Habías dicho que ella te había invitado.

—No es que me haya invitado usando palabras.

Otro coscorrón, pero el irlandés llevaba toda una vida encajando golpes y su sonrisa no variaba por los pescozones de la mujer, dolorosamente cariñosos.

—¿Y cómo diablos te ha invitado sin usar palabras?

—No importa —Elisabeth levantó la mano para que la irlandesa dejara de pegar a Cormac, quien se estaba divirtiendo con todo aquello.

La muchacha lanzó una breve ojeada a su madre, que no apartaba la mirada de ella.

—Querida, tu apuesto caballero nos estaba contando cómo se gana la vida.

Cormac se dio un puñetazo en la mano.

—Sí, machacando a los imbéciles que no pagan sus deudas. Hay muchas formas de ganar dinero, si uno sabe buscar y cómo moverse por estas calles.

El hombre seguía hablando y Tía Darsy sacaba la mano a pasear cuando decía un taco, se dirigía a la señora de manera irrespetuosa o “miraba de aquella forma” a la joven dama. A los pocos minutos ya le había dado más de una docena de coscorrones y ahora discutían.

—A ver quién cojones —coscorrón— se cansa antes, Tía Darsy. Yo puedo pasarme así todo el puto día —coscorrón— y a ti se te va a cansar la mano.

—Mira, que como me faltes al respeto te suelto otra.

—¿A qué has venido?

Los dos irlandeses dejaron de discutir ante la frialdad de la muchacha.

—Te he traído un regalo.

El irlandés dejó sobre la mesa un fino collar de oro que engarzaba una pequeña moneda. Parecía un penique, pero los grabados del borde eran runas celtas y el símbolo del centro una abstracción.

Tía Darsy dio un paso atrás.

—¿De dónde has sacado eso, muchacho?

—De un árabe que ha venido tocándome los cojones.

No hubo coscorrones, la irlandesa miraba el regalo como si fuera una víbora.

Mery se puso en pie preocupada por la reacción de la mujer.

—¿Qué es? ¿Qué significa?

—Ben sídhe —dijo Tía Darsy.

—Banshee —tradujo Elisabeth.

El hombre se echó para atrás derribando la silla en su movimiento de ponerse en pie.

—Empiezo a estar preocupada —les dijo Mery alejándose de la mesa.

—Las banshee son espíritus femeninos irlandeses, plañideras que se aparecen a sus familiares de la nobleza para lamentarse de su próxima muerte. En los últimos siglos el mito ha ido evolucionando y se han transformado en espectros cuyo llanto puede llegar a matar a aquel que las escucha, en un mal presagio. Pero en su origen son hadas de los túmulos, mensajeras del más allá.

Se hizo el silencio en la habitación.

—Gracias, Cormac. Es un bonito regalo.

—Quizás debería llevármelo y venderlo…

—No. Dame más detalles de cómo lo has conseguido. ¿Quién es ese árabe del que hablas? ¿Estás seguro de que era árabe o era pastún? —la mujer le preguntó esto mirando a su madre.

—¿Qué es un pastún?

—Como un persa, pero de Afganistán.

—¿Y qué diferencia hay entre un árabe y un persa? ¿Y dónde cojones queda Afganistán?

—No importa. Háblame de ese árabe, ¿quién era?

—Un gilipollas, no sé. Últimamente corre el rumor de que han llegado a la ciudad unos putos árabes. No se meten en problemas y han pagado los peajes exigidos. Se les ve por las calles mirando con los ojos muy abiertos a todo aquel con el que se cruzan. Eso les ha causado algún que otro problema, normalmente han pagado y pedido excusas pero se sabe que, si se les busca bronca, no dudan en sacar esos cuchillos curvados que esconden. Les he visto pelear, son muy duros esos cabrones.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Ayer me vino uno en plan gilipollas, se plantó delante de mí y me llamo perro infiel, bastardo de cien camellos y no sé qué chorradas más. Ya me conoces, le dije de buenas maneras que dejara de tocar los cojones y que se fuera a tomar por culo, pero me escupió a la cara. Entiende que estaba con los míos y que no puedo dejar que me escupan así como así, por lo que le di un buen repaso. Cuando terminé con él su gente salió de no sé dónde, se lo cargaron como a un fardo y se lo llevaron sin decir una palabra. Vi la medalla en el suelo y supuse que al cabrón se le había caído y que por ella me darían para unas cuantas birras, pero al cogerla pensé en ti. Te vi en mi cabeza como te veo ahora. No sabía lo que significaba, ni siquiera reconocí que esas marcas eran celtas.

—No importa, está bien. ¿Mamá?

—Voy, querida.

Mery fue al cuarto sin decir más.

—Tía Darsy, ¿no tienes otras obligaciones de las que ocuparte?

—Cariño, no sé lo que está pasando aquí pero estoy preocupada —y dicho esto se sentó en la silla pero manteniendo la distancia con el collar.

Mery regresó del cuarto con un mosquete.

—Eh, ¿qué es esto?

Cormac se había puesto a la defensiva al ver el arma de fuego. No le apuntaba a él, pero un disparo accidental de aquel mosquete podía dejar un agujero donde antes había un estómago. Sin embargo la vieja, aunque era evidente que estaba enferma, manejaba el arma con soltura.

—Estoy lista, querida.

Elisabeth asintió a su madre y cogió el medallón.

No ocurrió nada.

—Están locos estos británicos —dijo el hombre sin saber por qué suspiraba de alivio.

Tía Darsy le soltó un coscorrón pero era un acto reflejo, parecía igual de aliviada.

Elisabeth, con el collar en la mano, miraba preocupada a su madre.

Gracias por comentar.

8 Responses to “17. Un regalo para una dama.”

  1. Harkonen 13 de mayo de 2020 at 17:34 Permalink

    Interesante lectura la de hoy (Banshee)……..

  2. Santi sardon 13 de mayo de 2020 at 21:49 Permalink

    Seguimos creciendo en ambientación. Buen homenaje a Asterix

  3. Nimthor 14 de mayo de 2020 at 20:58 Permalink

    Muy muy muy bueno. Tiene de todo. Bravo

  4. David 17 de septiembre de 2020 at 10:36 Permalink

    Si ya decía yo que, al lado de Elisabeth, Cormac es un pobrecillo. Interesante lo de las banshees.

    • J. Paulorena 17 de septiembre de 2020 at 11:21 Permalink

      Espero que encuentres más cosas de tu interés

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