1. El Libro de los Muertos.

J. Paulorena.

Estaba sentada en el suelo de su cuarto jugando con la muñeca de trapo y el soldado de madera. Iban a casarse, ser muy felices y tener un bebé, aunque todavía no sabía si sería de trapo o de madera.

Los muñecos estaban muy contentos dando saltitos, pero el soldado cayó al suelo.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—Sí —respondió el muñeco—. Enfermo del alma.

—¿Puedo ayudarte para que te pongas bueno?

—Tu padre puede ayudarme.

—Pero él está en la biblioteca. No puedo molestarle cuando está en la biblioteca.

—Entonces, moriré.

—No puedes morir porque no estás vivo, sólo eres un juguete.

—Si sólo fuera un juguete, no podría estar hablando contigo.

Aquello era lógico y por tanto debía ser verdad. Cogió al soldado y se puso en pie, todavía no estaba convencida con eso de saltarse una norma tan importante como no molestar a su padre cuando estaba en la biblioteca, pero la perdonaría porque un muñeco que habla no es algo que se vea todos los días.

Llamó tímidamente a la puerta de roble, pero no recibió contestación. Escuchó la voz de su madre en el piso de abajo, estaba dando órdenes al ama de llaves, que era portuguesa y por eso había que hablarle más alto, para que entendiera lo que se le decía. Volvió a llamar quedamente y, de nuevo, no hubo respuesta.

—Entra —le dijo el soldado de madera.

Y Elisabeth obedeció.

Su padre había mandado tirar las paredes que separaban aquel salón de la habitación contigua y había montado allí la biblioteca. Las brasas de la chimenea arrojaban luz cálida por toda la estancia, que resbalaba con suavidad por la madera barnizada y los tomos encuadernados que reposaban en las estanterías.

Su padre estaba sentado en la mesa principal, escribía sin cesar.

—¿Papá?

No respondía y Elisabeth se acercó. Su padre tenía los ojos abiertos aunque sus pupilas sólo eran un pequeño punto en un mar de venas, la boca entreabierta exhalaba un murmullo ininteligible y su mano discurría sola escribiendo en un viejo libro de hojas apergaminadas.

—¿Papá? —le volvió a llamar, aunque algo asustada.

Le tocó el brazo, pero él no reaccionó. Las palabras que escribía eran líquidas, se movían por el papel reubicándose, cambiando, transformándose en un texto coherente pero diferente a lo escrito.

—¡Papá! —ahora había pánico en su llamada.

Le zarandeó del brazo con energía pero él no reaccionó. Intentó evitar que siguiera escribiendo en aquel extraño libro, pero su padre la apartó de un empujón y sin ninguna delicadeza, como si retirara una molestia, sin ser consciente de que se trataba de su propia hija.

Elisabeth se levantó del suelo llorando, pero sabía que aquel libro le estaba haciendo algo malo a su padre y ella debía protegerle. Al llegar a la mesa, agarró el manuscrito para tirar de él y alejarlo de su padre. El ambiente se condensó, los oídos se le taponaron, el aire sabía raro, el frío era glacial en la biblioteca y sólo las brasas de la chimenea emitían calor en aquella habitación.

Elisabeth.

Soltó el manuscrito, pues era él quien la había llamado y su voz asustaba. Dio un paso atrás con el grito naciendo en la garganta, se giró para huir de la biblioteca y vio, sentado frente a su padre, a un fantasma que la miraba con profunda tristeza.

El chillido aterrado de la niña llenó la casa de angustia y el soldado de madera quedó abandonado en un rincón de la biblioteca.

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