6. Voces ajenas.

J. Paulorena

Por las noches, mujer e hija cenaban en la cocina, en la planta baja. Elisabteh miraba a un lado, atenta, parecía escuchar a alguien y de vez en cuando asentía con disimulo. Sabía que su madre se asustaba cuando la veía hablar con gente que sólo ella podía ver.

—¡Elisabeth!

—¿Qué?

—Es la tercera vez que te llamo.

—Perdona, mamá —la mirada de la joven se desvió un poco, parecía disculparse con alguien más.

—Te estaba preguntando por el latín.

—Bien. Sir Bradbury dice que a partir del mes que viene quiere introducirme al griego, eso serán ya cinco horas al día y tendrá que dejar de dar clases a otro de sus alumnos, pero murmura que no le importa porque se está librando de zopencos. También dice que no nos va a cobrar más, supongo que será porque le estoy ayudando en una traducción…

Elisabeth se quedó callada a media frase, inclinó la cabeza como escuchando a alguien.

—Se te dan bien los idiomas —le dijo la madre para atraer su atención.

—Sí, ellos me ayudan. Hablan en sus lenguas y yo les entiendo —respondió distraída, como si estuviera manteniendo otra conversación a la vez.

—¿Hablas… de los muertos?

Por un instante la mirada de Elisabeth se centró en su madre y, para ella, los ojos de su hija se transformaron en los de una anciana.

—Está pasando algo, Mery. Han encontrado a tu esposo.

La voz de la joven sonó ajena, profunda y grave como la de Oráculo.

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